Los sentimientos humanos nunca están en estado puro. Todos, absolutamente todos los seres humanos presentamos una compleja mezcla de afectos, donde no hay nada químicamente “no contaminado”. Todos, entre otras cosas, amamos y odiamos. El sentimiento de odio no es, necesariamente, un cuerpo extraño, una “patología”.
El amor, del mismo modo, no es algo que “nos sobre” eternamente, que nos desborde, del que tengamos reservas inagotables. La carga de amor -igual que la de odio- es siempre limitada. Pero más aún: el amor, si somos rigurosos en términos científicos (tomemos los desarrollos del psicoanálisis, por ejemplo: Jacques Lacan, 1991), encierra siempre una cuota de engaño: “Amar es, esencialmente, desear ser amado” (…) “Como espejismo especular, el amor es esencialmente engaño”. En tal sentido, no estamos obligados a amar al otro. Eso es un imposible, porque se ama muy puntual y selectivamente, y siempre hay una cuota de engaño (¿insatisfacción?) en esto. Los amores totales, eternos, desbordantes… duran poco. En nombre del amor… se pueden cometer las peores atrocidades. Por tanto, no podemos ni estamos obligados a amar absoluta y eternamente al otro, ¡pero sí a respetarlo!
La convivencia humana -que es, en definitiva, el hecho civilizatorio, el lazo social- nos permite establecer reglas de juego que fijan el marco dentro del cual nos movemos y vivimos en colectivo, en sociedad. La ley puede ser molesta, inoportuna, pesada… pero resulta imprescindible, absolutamente. Sin ley, sin orden, sin marco regulatorio que establece lo que se puede y lo que no, sería imposible vivir. O, en otros términos, la vida sería un caos. La ley, definitivamente, no siempre es justa: es un ordenamiento que se hace desde el ejercicio de un poder. “La ley es lo que conviene al más fuerte”, dirá el griego Trasímaco de Calcedonia hace dos milenios y medio. Efectivamente, es así: la ley ordena el caos, aunque sea en beneficio de un pequeño grupo. Pero sin ley no podemos vivir. Y, por supuesto -esa es la buena noticia- las leyes cambian en la historia. La propiedad privada, por ejemplo, es ley… ¡pero puede cambiar!
En el medio de ese marco de prohibiciones, los seres humanos desplegamos nuestra humanización, nuestro proceso de ingreso a las normas sociales, que es decir: nuestra socialización. En ese proceso se da esa enorme, interminable y compleja variedad de sentimientos. El odio es uno de ellos.
Nadie vive amando todo el tiempo, ni nadie, tampoco, puede vivir odiando todo el tiempo. Esos son momentos puntuales, pasajeros. En tal sentido, podríamos llegar a decir que el odio hace parte de la normalidad, en tanto un momento de la afectividad.
Ahora bien: ¿qué pasa si ese sentimiento en particular se manipula? Porque, y aunque parezca patéticamente imposible, eso sucede. De hecho, es parte de ciertas operaciones psicológicas que tienen por finalidad promover determinadas respuestas.
La guerra psicológica existe, es una realidad. Para decirlo en palabras de un autor especialista en el tema, el estadounidense Steven Metz: “Busca generar un impacto psicológico de magnitud, tal como un shock o una confusión, que afecte la iniciativa, la libertad de acción o los deseos del oponente; requiere una evaluación previa de las vulnerabilidades del oponente y suele basarse en tácticas, armas o tecnologías innovadoras y no tradicionales”.
Esa Psicología, como parte de un complejo entramado de acciones político-militares, tiene por objetivo controlar poblaciones enteras. Es, ni más ni menos, un eslabón de una estrategia de dominación a favor de grupos poderosos. De hecho, los estrategas estadounidenses, desde hace unas décadas, la vienen denominando “guerra de cuarta generación”. Es decir: una guerra donde el oponente es una población completa a la que se “bombardea” con mensajes ideológico-culturales. Una guerra sin bombas y sin sangre, pero igualmente dañina. ¡O más aún!, por cuanto ni siquiera permite percibir que se es parte de un enfrentamiento feroz. Una guerra, en definitiva, hecha con sutiles técnicas de manipulación psicológica que hasta pueden resultar placenteras a quien es objeto de ellas. Y ahí, en medio de esa despiadada guerra (que entra por las pantallas de televisores, computadoras, teléfonos celulares, videojuegos) se puede inocular odio.
La geoestrategia de Washington, desde hace tiempo, tiene puesto sus ojos (o sus garras) en Venezuela, dadas las inconmensurables riquezas naturales que anidan en el país. La nación bolivariana es poseedora de las cinco fuentes principales de energía natural: petróleo, gas, carbón, hidroelectricidad y solar. A lo que habría que agregar la orimulsión. De hecho, contiene en su subsuelo las reservas petroleras probadas más grandes del mundo: 300.000 millones de barriles, suficientes para 341 años de producción al ritmo actual. Además, de sus entrañas surgen importantes recursos minerales, como hierro, bauxita, coltán (una de las reservas más grandes del mundo), niobio y torio (quinta reserva mundial. Y valga decir que un kilogramo de torio equivale a 3.000 toneladas de petróleo). A lo que habría que agregar enormes yacimientos de oro y de diamantes. Junto a ello hay que destacar que es el noveno país del mundo en biodiversidad en su Amazonia (53.000 km2 de selvas tropicales) -utilizable para la generación de medicamentos y alimentos- y décimatercera fuente de agua dulce (la enorme cuenca del Río Orinoco).
Todo ello la convierte en un preciado botín para los gigantescos pulpos multinacionales, estadounidenses en lo fundamental, que ansían no perder esas riquezas. Claro que… ¡esas riquezas son venezolanas!, y ahora, desde hace casi 20 años, con la Revolución Bolivariana en curso, tales recursos son administrados por un gobierno nacionalista y popular, que ha elevado significativamente el nivel de vida de las grandes mayorías eternamente olvidadas. Esto es lo que tiene en jaque al imperio, a los grandes capitales corporativos que ven perder sus negocios futuros.
Eso es lo que explica la agresividad que desde hace años se viene dando contra Venezuela, y desde la llegada a la presidencia de Nicolás Maduro, creciendo con una fuerza inusitada. Por lo pronto, está en marcha una intrincada operación político-psicológica-militar para detener el proceso bolivariano y volver a colocar los recursos en manos de una oligarquía vernácula tecnocrático-petrolera afín a los dictados de la Casa Blanca. Ello constituye la Operación Venezuela Freedom-2. En pocas palabras, lo que se pretende es:
- provocar desabastecimiento de productos de primera necesidad
- impulsar el mercado negro
- fomentar la inflación
- crear violencia callejera con bastantes muertos (es lo que se hizo en meses anteriores, con el saldo de 120 personas fallecidas)
- difundir mundialmente una matriz mediática que muestre al país como un caos total manejado por una dictadura sangrienta que hambrea a su población
- inducir una división tajante dentro de Venezuela entre chavismo y visceral antichavismo
- buscar una guerra civil
- pedir airadamente por todos los medios posibles (incluyendo la ONU y la OEA) una intervención extranjera para “restablecer la democracia”, robada por la actual “dictadura”
- no está escrito en el plan, pero es el objetivo real: quedarse con las distintas reservas, las petroleras en principio.
Todas estas estrategias, según formula una estudiosa de asuntos internacionales como la argentina Ana Esther Ceceña, ya están debidamente probadas en varios lugares, siendo altamente eficaces:
“Métodos [terroristas y desestabilizadores] han sido usados en Libia y Siria. Siempre aprovechando y atizando las contradicciones ya existentes y llevándolas a un nivel de confrontación absoluta, que propicia la introducción de fuerzas adicionales (fuerzas especiales de mercenarios), de operaciones encubiertas o incluso de bombardeos del exterior, que no sólo elevan la tensión sino que garantizan el acaparamiento de los lugares estratégicos (pozos petroleros, puertos, pasos o rutas)”.
Para lo que nos interesa ahora: ¡fomento del odio! Como se decía más arriba, todos los seres humanos estamos cortados por la misma tijera, por lo que todos, dadas las circunstancias, podemos odiar (la Madre Teresa de Calcuta también; no existe la “bondad pura”). Incluso todos, dadas esas circunstancias, podemos matar al otro en nombre de algo. Transformando el otro de carne y hueso en un “enemigo” se le despersonaliza y se autoriza su eliminación. El ideal en nombre del que se le elimina puede ser loable incluso (guerra revolucionaria), o deleznable (el racismo, por ejemplo), pero siempre funciona.
El odio, repitámoslo una vez más, es parte de nuestra constitución psicológica. Las interminables luchas religiosas que se han dado a lo largo de la historia de la humanidad, por ejemplo, lo patentizan en forma plena. O lo que sucedió en la Alemania nazi, donde se fomentó el odio de una manera demencial. ¿Quiénes eran los “locos”, “desequilibrados” y “fanáticos”: los jerarcas del régimen, o una población que en muy buena medida se quiso creer lo de “raza superior” despreciando/odiando a los “inferiores”? ¿Y por qué se da cualquier forma de racismo si no fuera a partir de un odio que está latente y se puede explotar?
Lo patéticamente desgarrador es que en ese maquiavélico plan urdido para Venezuela, el punto 6) (“inducir una división tajante dentro de Venezuela entre chavismo y visceral antichavismo”) se ha venido cumpliendo a la perfección. Hoy, sin que un ciudadano antichavista pueda explicar por qué, “odia a muerte” a un chavista, odia a muerte el chavismo. Las supuestas razones son tan opacas como el sentimiento en cuestión: “el chavismo es castro-comunismo”, “te van a expropiar tu casa y pondrán a vivir otra familia en tu sala”, “te habrán de secuestrar los hijos y enviarlos a un campo de entrenamiento comunista en Cuba”, “el país lo están dirigiendo los cubanos y los chinos”, “Raúl Castro -y antes su hermano Fidel- escuchan todas tus conversaciones privadas a través de las lámparas ahorradoras de procedencia cubana que tienes instaladas en tu casa”, etc., etc.
“El sueño de la razón produce monstruos”, inmortalizó Francisco Goya en su pintura. Absoluta verdad: eso es lo que busca esta malintencionada operación psicológica fomentando el odio entre venezolanos. En nombre de esa irracional lógica, se puede linchar y prender fuego a un chavista (eso ya ha pasado varias veces) por la sencilla razón de ser eso: un chavista. Cuando el odio prima, la razón, la civilización, las normas sociales caen. Así, de ese modo, un chavista pasa a ser la representación del mal por antonomasia. Todo lo que haga el chavismo -para el caso, el presidente Nicolás Maduro, o cualquier chavista- es malo.
Esa irracionalidad se ha venido imponiendo en Venezuela con estas arteras manipulaciones. Oponer al odio inoculado un amor sin límites es improcedente. Tonto quizá… ¡o suicida! A los balazos y a las bombas no se le pueden oponer flores. Como dice el colombiano Estanislao Zuleta:
“No oponerle a la guerra, como han hecho hasta entonces casi todas las tendencias pacifistas, un reino del amor y la abundancia, de la igualdad y la homogeneidad. (…) Es preciso, por el contrario, construir un espacio social y legal en el cual los conflictos puedan manifestarse y desarrollarse, sin que la oposición al otro conduzca a la supresión del otro, matándolo, reduciéndolo a la impotencia o silenciándolo”.
De lo que se trata es de desarmar la campaña político-mediática-psicológica en juego. Desarmarla, descomponerla en sus elementos, enseñar con precisión científica cómo está fundamentada. Resuenan ahí las enseñanzas del creador de todas estas manipulaciones psicológicas, el Ministro de Propaganda del régimen nazi, Joseph Goebbels: “Miente, miente, miente… Una mentira repetida mil veces se transforma en una verdad”. Lo que debemos mostrar es cómo está estructurado el plan, por qué se fomenta ese odio visceral, irracional, “loco”, entre los venezolanos. Mostrar a quién sirve este “divide y reinarás”.
No debe olvidarse al respecto que esta nueva generación de “guerras preventivas” que nace en la geoestrategia de Washington a partir de la montada operación propagandística de la caída de las Torres Gemelas, tiene como objetivo básico: 1) fomentar un odio quasi irracional contra los musulmanes (supuesta encarnación del mal absoluto), para poder invadir los países donde anida ese “terrorismo sanguinario” antes que ellos ataquen a las “civilizadas” naciones occidentales, sin decir que a esos países “terroristas” se les puede 2) arrebatar (¡robar!) el petróleo que “casualmente” tienen en sus subsuelos. El fomento premeditado del odio al que hoy asistimos tiene agenda oculta. No olvidar nunca, como dijo Raúl Scalabrini Ortiz, que “nuestra ignorancia está planificada por una gran sabiduría”.
Es sabido que las masas no son, precisamente, racionales. Las masas se mueven por sentimientos primarios, inmediatistas, pasionales. Por eso son tan fáciles de manipular. “Una masa”, dijo el psicólogo de las multitudes, el francés Gustave Le Bon, “desprovista de toda facultad crítica, no puede ser más que excesivamente crédula”. De ahí que esta Psicología que mencionamos apela a la maleabilidad de las masas para conducirlas hacia donde desee. En vez de fomentar la actitud crítica (que sería típica del socialismo), el capitalismo engaña, miente, manosea a los colectivos. Por eso hay modas, por eso se repiten clichés, por eso se pueden fomentar los sentimientos que se desee: el “amor” por el ídolo de moda (el actor, el cantante, el deportista) o, en nuestro caso, el odio contra el chavismo y todo lo que represente cambio a favor de las mayorías.
A la inoculación del odio, a ese adormecimiento de la racionalidad, a esa lógica de muerte que se pretende enseñorear, a los crímenes de odio que estamos viviendo hoy día, hay que oponerles la Verdad. Desenmascarar racional y críticamente lo que está atrás de todo esto es el único camino.
Marcelo Colussi